El rincón de Diego

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lunes, 25 de octubre de 2010

Viaje a Japón IV. KYOTO




Dedicado a mi amigo Truji.

No suelo leer el mismo libro dos veces, ni volver a un mismo lugar aunque que me haya fascinado. Creo que hay mucho que leer y muchos lugares por descubrir como para empezar a repetir. Al menos no todavía.

Debo hacer varias salvedades a lo dicho anteriormente, suelo volver a mi Madrid natal, pero creo que eso no cuenta. En Madrid se edificaron mis cimientos, en Madrid no estoy, en Madrid simplemente soy. Tampoco cuenta Extremadura, donde nacieron el alma y las nostalgias de mi mujer. Por motivos de trabajo he repetido paisajes en Londres o Ámsterdam. Pero volver por la necesidad de volver, siempre ha sido a Sevilla, la que considero mi segunda ciudad de origen, aun sin tener una gota de sangre andaluza en mi árbol genealógico, por mucho que me pese.

Seguro que llegará esa edad, si llego yo a ella, en la que querré volver a mil y un lugares. Y seguramente uno de los primeros será Kyoto.


Kyoto me supo a poco, habría necesitado más, mucho más, quizás una semana, un mes, o un par de vidas a las que llenar de todo el sentido del mundo. Me gustaría haberme perdido, pero de verdad, haber visto el blanco abrigo del invierno arropar sus calles, que el otoño pintara de ocre la nostalgia de su verano y que la primavera me hiciera cuestionarme eso de no volver donde has sido feliz.


En Kyoto se junta lo moderno y lo clásico. Pero de una manera mucho más elegante que en Tokyo. En Kyoto parece que el futuro aún rinde pleitesía al pasado. Hablar de esta ciudad es hablar del barrio de las geishas, de innumerables templos que recuerdan a un tiempo donde la palabra honor tenía significado, cuando no ruborizaba leerla ni avergonzaba escribirla.

El primer templo que visitamos fue Kinkaku-ji. De todos los templos que visité en Japón quizás este fue el más hermoso. Aquel día el sol golpeaba con rabia contra sus paredes doradas, rivalizando en belleza ante las aguas del lago que hacen las veces de espejo robado de un cuento de hadas. Tanto me asombró que terminada la visita, le pedí a Marisa que volviéramos sobre nuestros pasos para poder verlo una vez más.




Pero el tiempo es escaso, y no perdona, tanto que me recuerda, otra vez que no es aconsejable perderse, por muy tentador que sea. Con este pensamiento, y con la sensación de las prisas y Kyoto no pueden mezclarse, llegamos al Palacio imperial. A penas hace falta llamar a la imaginación para poder sentir la presencia de los señores feudales, los samuráis y las geishas. Sus jardines parecen desafiar al tiempo, e invitan a parar, a pesar, o mejor dicho, a no pensar. Solo estar, solo ser.



Y algo de todo aquello se nos tuvo que pegar a juzgar por los hechos. Justo al salir a los jardines nos encontramos una cartera, repletita de dinero. Hace mucho que leí que al encontrarte una cartera con dinero tenías dos opciones, buscar al dueño o quedártela sin más, y que esa opción marcaría el tipo de hombres que serías el resto de tu vida. Esta es la segunda cartera que encuentro, así que la elección de qué hacer con ella estaba hecha hace mucho tiempo. Solo que allí no tuve la sensación de que nadie pensara que éramos idiotas por llevarla a objetos perdidos.



Ya casi de noche llegamos al templo de Kiyomizudera. Llegamos perseguidos por la prisa del último tren que debíamos coger para volver a Osaka, mirando con angustia el contador del taxi que proclamaba con todo el descaro del mundo que la broma nos iba a costar dos ojos de la cara más IVA.

Subimos a toda prisa las empinadas cuestas que llevan a lo alto de la colina. Con el rabillo del ojo seguíamos los puestos que escoltan la calle mientras rezábamos para que el templo no estuviera cerrado. Gracias a Dios no lo estaba.

Mas escaleras esperaban, por eso Marisa, todavía embarazada, decidió quedarse esperando en la puerta. Solo por eso Marisa merece volver, y quizás con esa excusa rompa esa absurda regla con la que comenzaba este post.


La oscuridad ya casi había terminado de pintar los largos pasillos que van uniendo los edificios que componen el templo, las luces de Kioto se encendieron para dejarse ver desde un mirador en lo alto de la colina. Al fondo tres caños  traen el agua desde la cascada Otowa-no-taki. Dicen que si bebes obtendrás salud, longevidad o existo profesional según el caño que elijas. Pero solo puedes beber de uno, que la codicia no es buena compañera de viaje.



Dos parejas de extranjeros llegaron a los caños, comenzaron a gritar, a salpicar con el agua, a escupirla… los japoneses esperaban pacientemente su turno mirando avergonzados al suelo. Pero ni la mitad de avergonzados que yo cuando me di cuenta de que eran españoles. En el fondo siempre supe que tenían que ser españoles. Me acerque a ellos, le expliqué que aquello era un templo, que toda esta gente iba allí a rezar y que merecían respeto. Finalmente se alejaron entre risitas de ellas y bravuconadas de ellos.





Me fui del allí intentando buscar los senderos menos transitados, queriendo regalarme un momento de soledad, luchando para que la tristeza por tener que irme no ahogara a la alegría de poder haber visto todo aquello. Esta vez la melancolía perdió la batalla y se fue con las orejas gachas

Mario Jiménez










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