El rincón de Diego

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miércoles, 28 de abril de 2010

El olvido



El olvido es desvivir lo vivido, desaprender renunciando a las experiencias, dar un paso adelante y dos atrás. Somos lo que hemos vivido, si olvidamos, en cierta manera, dejamos de ser.

El olvido también puede ser cura para las heridas. Es la última opción, como el cirujano que no tiene más remedio que amputar un pie gangrenando. Más vale perder que más perder. Pero es una pérdida al fin y al cabo. Incluso los malos recuerdos son valiosos, quizás los que más. Nos recuerdan lo que no hay que hacer, y por oposición nos enseñan lo que hay que hacer. Aquellos momentos tristes nos hacen valorar los alegres. Además, nos enseñan que todo pasa, lo bueno, pero también lo malo. No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.

Harold Pinter decía: “El pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar, o lo que pretendes recordar”. Y estoy completamente de acuerdo, a veces la memoria nos juega malas pasadas, otras, en cambio, somos nosotros lo que nos agarramos a una mentira como a un clavo ardiendo. Pero estoy convencido que más vale tener algunos recuerdos “falsos” que perder uno solo verdadero.

Por fin me decidí a abrir una cuenta de Facebook. Como mi amigo Fran (él todavía no ha caído) nunca le encontré utilidad. Hay otras formas de de mantenerse en contacto con los amigos. Nuevamente pongo de ejemplo a los Emails que me intercambio con Fran, y que van formando un verdadero diario “de a bordo” de mi estancia en Filipinas. Claro, eso requiere un esfuerzo. Facebook parece un atajo, café para todos. Conozco a gente que tiene más de 1000 personas admitidas. Parece que con poner en el “muro” que nos acabamos de levantar o que nos vamos a la peluquería (información muy útil y relevante) ya hemos cumplido con nuestros 1000 “amigos”. Supongo que en breve me cansaré y lo daré de baja.

A pesar de todo, encontré una utilidad: buscar a los amigos de la infancia. Si empezaba diciendo que el olvido es desvivir lo vivido, el recuerdo es vivir dos veces. Busqué mis antiguos colegios y allí estaban. Pude reconocer con facilidad a muchas caras y les mandé mensajes para intentar recobrar el contacto. Algunos han contestado, otros no. C'est la vi.

Sin embargo hay un caso especial, el de mi mejor amigo de la infancia, Javier. Estuvimos juntos, y me refiero sentados pupitre con pupitre, desde 1º hasta 6º EGB. Realmente éramos inseparables, uña y carne, hasta que el “destino” nos separó cuando yo me cambié de ciudad. Guardo millones de recuerdos, no todos buenos, por supuesto. Recuerdo un recreo en que nos peleamos y no se le ocurrió otra cosa que tirarme una piedra que me abrió una brecha en la ceja izquierda, sangraba como una herida de guerra. Cuando mi profesora, Maria José, me vio llegar con la cara ensangrentada casi se cae de espaldas. Pero también guardo momentos preciosos, por ejemplo el de nuestra despedida. A Javier le había tocado un Álbum con todos los cromos de “David el Gnomo”, era su mayor tesoro. Yo, por más yogures que mi madre me compraba, no lo conseguía. El último día que nos vimos, Javier vino corriendo a mi casa y me regaló aquel álbum. Ya estaba a punto de montarme en el coche.” Para que te acuerdes de mí y de que seguimos siendo amigos”, me dijo. A cambio yo le di mi comic favorito. Todavía hoy guardo aquel álbum, nuevo, como si me lo hubiera dado ayer, recordándome que todavía somos amigos a pesar de que el calendario ha cambiado 23 veces de año.


No pude encontrarle en facebook, pero sí a su hermana. Ella no tardó en trasmitirle el mensaje, y esa misma noche tenía un correo de mi amigo. Después de más de dos décadas, nos volvíamos a encontrar. Yo me había imaginado como sería aquella primera carta. Esperaba un “joder que alegría, ¿qué es de tu vida? Había incluso planeado ir a visitarle cuando fuera a España y llevarle el álbum de cromos, tomarnos unas cervezas y echar la vista atrás por unas horas. Pero la realidad, una vez más, me dejó sentado de culo y chupándome el dedo. Mi amigo simplemente no se acordaba de mí. Quiero decir que no tenía ni la más remota idea de quién era. Vuelvo a insistir en el hecho de que habíamos pasado 6 años sentados hombro con hombro. Incluso le envié una foto de clase que una antigua compañera me acaba de mandar. Nada de nada.

Quizás todo esto sea una tontería, estamos hablando de cosas que pasaron hace más de 20 años, de juegos infantiles, de cosas de críos. Pero yo me sentí un poco más solo. Como dice la canción de Keane, “me voy haciendo mayor y necesito algo en lo que pueda confiar”, aunque sea un viejo álbum de cromos.

Puede que este chico le de poca importancia a los amigos de la infancia, que tenga menos memoria que un pez o que alguien le devolviera la pedrada en la cabeza, qué más da. El caso es que he perdido la oportunidad de revivir todo aquello con mi amigo, pues mi amigo ya no existe, el olvido se lo ha llevado.


Mario Jiménez.

miércoles, 21 de abril de 2010

Fotografías III




Poco a poco me voy adentrando más en el mundo de la fotografía. Continúo aprendiendo, otra cosa es que sea capaz de aplicar lo aprendido. Dicen que las 10.000 primeras fotografías son para aprender, yo debo andar por las 1.500, queda mucho. Es lo bueno de la fotografía digital, se pueden hacer todos los experimentos o pruebas que se quieran. Sí sale mal, se borra y ya está. De esas 1500 fotografías considero que no mas de 20 son lo suficientemente aceptables (o no demasiado malas) como para atreverme a mostrarlas. Y quizás esté siendo osado.

Los principios de la fotografía no son muy difíciles, para aprender a usar una cámara réflex solo hace falta unas cuantas horas de dedicación. Sin embargo hay algo que jamás se puede aprender, esa creatividad que se tiene o no se tiene, esa visión del mundo que enamora o deja indiferente.

Es curioso cómo, después de varios meses dedicándole tiempo a esto te la fotografía, el ojo se te va transformando. Empiezas a ver donde puede haber una fotografía. Una que encaje contigo, que exprese lo que sientes y como lo sientes. Al fin y al cabo la fotografía es escribir a través de la luz.

Así se ve el mundo a través de mi cámara.



Amenaza Tormenta.





Marea baja.




Sembrando luz.





Una entre mil.





Costa de Avalon





Torre de Tokio





Diego.





Mirada Curiosa





Muere el sol.





Niños en Donsol





Bosque en Kioto





Casí el paraíso.





La luz de sus ojos. Versión 1





Mar Eterno






Detalles.






Mario Jiménez

sábado, 17 de abril de 2010

En busca del Señor de los Mares II


Nos despertamos pronto, como en cada viaje, acompañando a la cálida mañana y su insolente sol, espoleados por el ansia de descubrir algo nuevo, de decorar la vida con otra experiencia. Llegamos al aeropuerto de Manila con una hora de adelanto. Tiempo suficiente para un vuelo domestico, o eso creíamos. Al llegar nos dicen que es muy tarde y que ya no podemos pasar, podemos, eso sí, pagar otros 3000 Pesos y coger el siguiente avión. Lo dejaremos en que son cosas de las Low Cost.


Viajar con Diego, como con cualquier bebé, requiere toda una infraestructura. Hay complicaciones, no lo puedo negar, pero creo que nos apañamos bastante bien. Ocasiones habrá para que todos nos vayamos acostumbrado, mi pobre hijo ha nacido en una familia de “culos de mal asiento”. Pronto se acostumbrará, a la fuerza ahorcan.



El espacio entre asientos que la compañía Cebu Airlines pone a la disposición de sus sufridos, y valientes, pasajeros roza lo ridículo, lo esperpéntico, una broma de mal gusto. A alguien como yo, a quien los 4 centímetros que le faltan para completar el 1.80 le han hecho tener siempre complejo de bajito, le era difícil acoplar las rodillas sin hincarlas en el pescuezo del pasajero de delante. Y además digo valientes, pues el que la Unión Europea acabe de prohibir a todas las aerolíneas filipinas que vuelen a Europa, por no cumplir las normas mínimas de seguridad, no ayuda a tener un vuelo tranquilo. Sin embargo, llegamos sin problemas a Legazpi. Allí alquilamos un taxi que nos llevó a Donsol. Las vistas de la que pudimos disfrutar fueron espectaculares, según nos íbamos adentrando en la selva nos preguntábamos como Filipinas no había explotado todo su potencial turístico. Quizás, precisamente por no haber sido conquistado por hordas de turistas, podíamos contemplar aquellos parajes casi vírgenes. Cierto es que el viaje en coche se vio empañado por la extraña obsesión de nuestro conductor de adelantar a toda velocidad en cambios de rasante y curvas de poca visibilidad.

Por fin llegamos a nuestro Resort, nos alojaríamos en unas casitas al borde del mar. Muy sencillas, 4 paredes blancas, un baño y dos camas. Nos sobraba. Al llegar a recepción tuvimos nuestra primera sorpresa, el hotel no acepta tarjetas de de crédito, y nuestro efectivo no cubría esta contingencia. Así, después de pagar la habitación por adelantado, no encontrábamos con una mano delante y otra detrás en medio de la selva. Como no es ni la segunda ni la tercera vez que nos pasa, una vez pasado el cabreo inicial, tocaba amoldarse a lo que teníamos. Tuvimos la idea de llamar a un amigo para que hiciera una transferencia al hotel y así poder recuperar parte de nuestro dinero. Esto nos permitió el lujo de comer tres veces al día, incluyendo una opípara cena consistente en Nestea en polvo y una especie de tortas duras hechas de trigo (creo) con las que yo me consolaba diciendo que era pan de lembas (Pan que fabrican los Elfos en el Señor de los anillos)




 Nos abastecíamos en un Sari Sari (pequeña tienda local que venden de todo) cerca del resort, cuyos precios se amoldaban a nuestra “saneada” economía. La tienda en cuestión era atendida, la mayoría de las veces, por una niña de no más de 12 años, que aprovechaba nuestras idas y venidas para intentar aprender español ¡Y las cogía al vuelo! Es una pena pensar que esa niña, seguramente, ni siquiera vaya al colegio. Abría a las 5 de la mañana y a las 11 de la noche todavía la veíamos allí. Una pena, y más si pensamos que esta es la norma mas que la excepción.



A la mañana siguiente me levanté muy pronto para ir al centro de buceo, no sería más de las 6 de la mañana cuando, completamente solo, comencé a andar por ese camino que hacía las veces de carretera. A ambos lados  se abría paso la majestuosa y densa selva. No llevaba ni 10 minutos caminando cuando me tope con una cabaña de madera en la que sus habitantes se dejaban la garganta cantando en un Karaoke. Desde luego es lo último que te esperas encontrar a las 6 de la mañana en medio de una agreste selva. Hace un año y medio me habría sorprendido de sobremanera, pero ahora simplemente di los buenos días, rechace cortésmente su invitación a unirme y seguí mi camino.



Por fin llegué al centro de buceo donde se organizaban los viajes en busca del tiburón ballena. Me apunté, pagué los 300 pesos que los extranjeros pagan por registrase, alquilé una gafas y aletas – no se pude bucear con bombonas – y escuché el interesante video acerca de los tiburones ballenas que ponen en la oficina de turismo. Donsol sorprende por lo organizado que tienen sus actividades turísticas, comparado con otras partes del país. Todo un ejemplo a seguir.



En los barcos pueden ir un máximo de 6 personas, a mi me toco un grupo de lo más variopinto, pero muy agradable: una joven pareja de estudiantes Finlandeses que llevaban 4 meses viajando por Asia, un intrépido aventurero inglés de 42 años que llevaba 6 meses viajando por el ancho mundo, y lo que le quedaba, y un húngaro de 32 años, completamente desfasado, que llevaba nada más y nada menos que dos años viajando de país en país por la ancha Asia. Parecía que el único que trabajaba era yo, lo cual me hizo sentir, y no es la primera vez, que en algún punto de mi vida tomé el camino equivocado.

Contábamos, además, con una tripulación de tres filipinos, uno se ocupaba del dirigir el barco, otro , encaramado en un mástil del barco, buscaba los tiburones y el último nos acompañaría en las inmersiones.

Pasamos la primera media hora en una absoluta tranquilidad. Sólo bastaría que después de todo no viéramos nada, pero se trataba de animales salvajes y por lo tanto nada garantizaba su encuentro. Pero justo entonces el encargado de avistar los tiburones grita “butanding”, “butanding”, nombre en tagalo del mayor pez que surca los mares. Todos listos, la adrenalina se acelera. Pasamos cerca del tiburón que justo en la superficie asomaba su famosa aleta. Pude contemplar al tiburón desde una perspectiva que nos hacía suponer que sobrepasaba fácilmente los 10 metros de longitud.





Por fin saltamos al agua, un agua cálida pero muy turbia, precisamente es el plancton que atrae a este tiburón el que enturbia el agua. Sólo se podía ver a unos pocos metros de distancia, sentía como aumentaba mi ritmo cardiaco, como mi respiración se hacía más intensa y profunda a cada brazada que me acercaba a aquel señor de los mares. De repente, de entre las sombras de aquel mar aparece una gigantesca boca abierta que se aproxima hacia mí. La sensación fue indescriptible, una mezcla de emoción y miedo. Me retiré torpemente del camino del tiburón, y vi como se iba alejando mientras intentábamos nadar a su lado. De repente dio dos rápidos coletazos y desapareció en las profundidades del abismo. Increíble.







No fue la única vez que tuve la oportunidad de ver a esta majestuosa criatura, hasta un total de 5 veces escuché eso de “butanding”, señal inequívoca de que nos teníamos que tirar al agua. Sin embargo, a diferencia de la primera vez, cuando llegábamos ya había más barcos y buceadores rodeando al tiburón, lo que dificultaba su seguimiento.






Fue en el último avistamiento donde pude disfrutar del encuentro más largo y cercano. Esta vez se trataba de una cría de no más de 5 metros, mucho más curiosa que sus antecesores. Con la ayuda de nuestro guía conseguí ponerme a la altura de la cabeza y comencé a bucear muy cerca de ella. Ahí comenzó un bonito baile, si yo me zambullía automáticamente el tiburón se alejaba, pero si era yo el que se quedaba atrás, entonces aminoraba el ritmo. En total estuvimos jugando más de 10 minutos, después, como en todas las demás ocasiones, desapareció sin dejar rastro.







El tiburón ballena es un ser increíble, un verdadero señor de los mares. Majestuoso en sus movimientos, respetuosos con los incómodos visitantes, con los que llega incluso a interactuar de una manera muy directa. Hasta hace bien poco este tiburón era frecuentemente perseguido en todo el mundo, las aletas eran vendidas a los restaurantes chinos, que lo consideran un manjar con propiedades afrodisiacas. Gracias a Dios, en Donsol se han dado cuenta que es mucho más rentable un tiburón vivo que uno muerto. Es por eso que esta zona de Filipinas se ha convertido en el verdadero hogar del tiburón ballena y en el mejor sitio del mundo para disfrutar del mayor pez del mundo.


Pero no acaba aquí nuestra aventura. Esa misma noche, cogimos una barcaza para cruzar el rio Donsol rumbo a los mundos de Avatar…



Continuará…

Mario Jiménez.

sábado, 10 de abril de 2010

En busca del Señor de los Mares I



Acabamos de regresar de Donsol, una fascinante y salvaje parte de Filipinas, donde la mas frondosa selva se hermana con el mar en el mas seductor de los atardeceres. Allí fuimos en busca de una de las más fascinantes criaturas que con recelo guardan los misterios del gran azul.

Antes de hablar de todo lo que tuve la suerte de vivir aquellos días, me gustaría resumir nuestras experiencias previas con los océanos y sus moradores.

Miami y Bahamas



Nos echamos la manta, y las maletas, a la cabeza y casi sin preparación emprendimos un viaje que nos llevaría primero a Miami y después a un paraíso en la tierra llamado Bahamas. Ya hace casi tres años, parece que fuera ayer por la noche. Maldito tiempo, cómo me ganas la partida una y otra vez.

Pasamos 4 días en Miami, bronceándonos por Palm Beach, contemplando la arquitectura Art Decó, disfrutando de un clima de ensueño y comprobando como la cirugía estética ha avanzando de la mano del sinsentido. Un verdadero paraíso para quien le guste, que no es mi caso. No sabría decir porqué, la gente, el ambiente que se respira, de verdad que no lo sé.



Pero lo mejor estaba por llegar. Una aerolínea local iba a llevarnos a Bahamas, eso sí que es un paraíso. Aunque hasta en eso hay discrepancias; en el avión comenzó a hablar conmigo un cubano que, por alguna extraña razón, no dejaba de llamarme Carlos, aunque yo le repitiera mil veces que mi nombre era Mario. Mientras yo estaba boquiabierto viendo aquellas islas desde el avión, él no paraba de repetirme insistentemente que aquello no era nada comparado con las playas cubanas. En lo que mi nuevo amigo me terminaba de contar los detalles de su operación de corazón y la fortuna que se había gastado, llegamos a Bahamas. Marisa y yo no despedimos de nuestro fortuito acompañante. Me llamo la atención como se despidió, no me dijo “que te vaya bien” o “cuídate” no. Se despidió con un “que ganes mucho dinero”… Bueno despedirse… a los 10 minutos, y ya a punto de tomar nuestro taxi, oigo a mis espaldas: “¡Carlooooos! ¡Pero dónde vas Carloooos! Me giro y veo a un gordito caribeño que a cien metros de distancia corre hacia mí como si su vida dependiera de ello. ¡Pero Carlos, que es mejor que salgas por la otra puerta! Espera que os acompañe. De los personajes más simpáticos que me he encontrado en mi vida.


Por fin llegamos a nuestro hotel. Nos alojamos en el Hilton, todo muy bien, aunque claro, no tiene comparación con el Hotel Atlantis – ni con sus 350 dólares por noche en la habitación más barata – Nuestra experiencia en este hotel merecería un post entero.


Volviendo a nuestro hotel, en la recepción tenían un catalogo con todas las actividades que podía hacerse. Entre ellas bucear con tiburones. Cuando me apunté Marisa pensó que estaba loco, y ella vino para intentar disuadirme… los dos acabamos en el agua.

El procedimiento era simple, una vez alcanzado el enclave donde se localizan los tiburones, los guías tiran una jaula llena de pescado. Fue impresionante ver llegar a no menos de 20 tiburones de arrecife en busca del alimento. La jaula es sumergida a unos 4-5 metros de profundidad. Nosotros debíamos saltar, agarrarnos a una cuerda y quedarnos cerca de la superficie viendo el espectáculo de aquel arrecife de ensueño, disfrutando de la paleta de colores con la que Poseidón imaginó las profundidades, y mezclándonos con los cientos de peces que bailaban a nuestro alrededor. Yo estaba el penúltimo de la cordada, justo después de Marisa. Nos repitieron mil veces que no nos moviéramos mucho, y sobre todo que no chapoteáramos en el agua, pues lo tiburones podrían confundir esto con los peces. Pero en todo grupo siempre hay uno, una en este caso. Esa “una” se puso nerviosa ante la visión de los escualos, y quién no. Pero mientras el resto nos quedábamos inmóviles, escuchando nuestra respiración acelerarse y nuestro ritmo cardiaco dispararse mientras los tiburones luchaban por sus presas, ella empezó a moverse, a chapotear, a llamar la atención de nuestro anfitriones.







Los tiburones se pusieron nerviosos, comenzaron a nadar en círculos mientras se iban acercando más y más a nosotros. Los guías nos gritaban que saliéramos pronto, sin perder el tiempo. La primera en salir fue aquella mujer, dejándonos a los demás esperando pacientes nuestro turno. Uno a uno íbamos saliendo, doce personas en total. Ya le tocaba el turno a Marisa, mientras ella se encaramaba a las escaleras, yo gire la cabeza para ver a la única persona que estaba detrás de mí, una argentina instructora de buceo que nos había acompañado. Al girar de nuevo la cabeza para buscar las escaleras un tiburón paso justo entre el espacio que separaba mi cara del barco. Paso tan cerca que me golpeó las gafas. No fue nada, tan solo un aviso de mi huésped curioso. Un recordatorio de quién mandaba allí.





Al subir al barco, los guías arrojaron mas carnaza al agua, fue increíble ver como los tiburones peleaban por su ración. Quizás si hubiéramos visto esto antes no nos habríamos aventurado.

Sri Lanka y Maldivas.



En nuestra luna de miel fuimos a Sri Lanka primero y Maldivas después. Sri Lanka me cautivó, a pesar de su complicado presente y gracias a su fascinante pasado. Fue una semana de madrugones, de un no parar, de un no querer dejar nada para la próxima vez. Marisa ya ha viajado mucho conmigo, lo acepta, a veces.

Colombo, el orfanato de elefantes en Pinnawela, Polonnaruwa antigua capital del país, Anuradhapura y su buda de 13 metros, Sigiriya, fortaleza construida por el Rey Kasyapa en el siglo V, con sus frescos las “Doncellas Doradas”, las cuevas de Dambulla que en el siglo Iº antes de Cristo fueron transformadas en templos budistas. En total hay 5 cuevas con 150 Budas, destacando el Buda Recostado de 14 metros. Finalmente fuimos a Kandy para visitar su mágico y misterioso del Templo del Diente, donde se conserva una reliquia del Diente de Buda. Por la noche cena y para despedirnos del país fuimos a un show de danzas culturales.




















Por fin llegamos a Maldivas, ya era bien entrada la noche cuando vinieron a recogernos para llevarnos a nuestro hotel en Male, capital del país. Male se me antojo una ciudad caótica, no cabría un edificio más, oscura, lúgubre, peligrosa… claro que todavía no había vivido en Filipinas. Íbamos en el coche cuando le dije a Marisa “¿te imaginas que ahora paran aquí y nos dicen que este es nuestro hotel? Como en una película mala de serie B, el conductor paró y nos dijo que acabamos de llegar a nuestro hotel, supuestamente de cuatro estrellas. No salimos de la habitación ni para cenar, quién nos ha visto y quién nos ve.

A la mañana siguiente una hidroavioneta nos llevó a la isla de Kuredu, donde estaba nuestro hotel. Fue la primera vez que amerizaba, toda una experiencia.




La isla de Kuredu es otra cosa, el edén, el paraíso del que Adán y Eva fueron desterrados. Las habitaciones son unas cabañas que se erigen dentro de un mar que sirve de cristalino espejo al ancho cielo. Las crías de tiburones y mantas se acercan, literalmente, hasta el umbral de nuestra puerta, para escaparse burlones si les intentamos seguir.





Tanta era nuestra fascinación por nuestra experiencia en Bahamas que decidimos hacer el curso de Buceo (PADI). Marisa volvió a consentir, y nos pasamos toda la semana levantados pronto para ir a clase por la mañana, inmersiones por la tarde, exámenes, ejercicios… santa paciencia.



Pero mereció la pena, fue la llave a otro mundo, fascinante, atrayente, único. La fauna marina que vimos es innumerable, cientos de peces tropicales, morenas, langostas, tortugas marinas… todo ello bajo un escenario de coral multicolor e incluso un viejo pecio hundido cuya proa se perdía en el oscuro infinito.

En una de esas excursiones al reino de Poseidón fue cuando vivimos una de nuestras experiencias más románticas y hermosas. Íbamos buceando cogidos de la mano, lentamente, cuando vimos aparecer majestuosa y elegante una manta que cortaba cada rayo de sol que osaba a colarse en las cálidas aguas. Una imagen que perdura en mi retina, un sentimiento que estremece cada recuerdo. Que me quiten lo “buceao” .



Con esto cierro el paréntesis y vuelvo al presente. Momento en el que viajamos a Donsol, hogar del majestuoso Tiburón Ballena.

Continuará…


Mario Jiménez