El rincón de Diego

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sábado, 17 de abril de 2010

En busca del Señor de los Mares II


Nos despertamos pronto, como en cada viaje, acompañando a la cálida mañana y su insolente sol, espoleados por el ansia de descubrir algo nuevo, de decorar la vida con otra experiencia. Llegamos al aeropuerto de Manila con una hora de adelanto. Tiempo suficiente para un vuelo domestico, o eso creíamos. Al llegar nos dicen que es muy tarde y que ya no podemos pasar, podemos, eso sí, pagar otros 3000 Pesos y coger el siguiente avión. Lo dejaremos en que son cosas de las Low Cost.


Viajar con Diego, como con cualquier bebé, requiere toda una infraestructura. Hay complicaciones, no lo puedo negar, pero creo que nos apañamos bastante bien. Ocasiones habrá para que todos nos vayamos acostumbrado, mi pobre hijo ha nacido en una familia de “culos de mal asiento”. Pronto se acostumbrará, a la fuerza ahorcan.



El espacio entre asientos que la compañía Cebu Airlines pone a la disposición de sus sufridos, y valientes, pasajeros roza lo ridículo, lo esperpéntico, una broma de mal gusto. A alguien como yo, a quien los 4 centímetros que le faltan para completar el 1.80 le han hecho tener siempre complejo de bajito, le era difícil acoplar las rodillas sin hincarlas en el pescuezo del pasajero de delante. Y además digo valientes, pues el que la Unión Europea acabe de prohibir a todas las aerolíneas filipinas que vuelen a Europa, por no cumplir las normas mínimas de seguridad, no ayuda a tener un vuelo tranquilo. Sin embargo, llegamos sin problemas a Legazpi. Allí alquilamos un taxi que nos llevó a Donsol. Las vistas de la que pudimos disfrutar fueron espectaculares, según nos íbamos adentrando en la selva nos preguntábamos como Filipinas no había explotado todo su potencial turístico. Quizás, precisamente por no haber sido conquistado por hordas de turistas, podíamos contemplar aquellos parajes casi vírgenes. Cierto es que el viaje en coche se vio empañado por la extraña obsesión de nuestro conductor de adelantar a toda velocidad en cambios de rasante y curvas de poca visibilidad.

Por fin llegamos a nuestro Resort, nos alojaríamos en unas casitas al borde del mar. Muy sencillas, 4 paredes blancas, un baño y dos camas. Nos sobraba. Al llegar a recepción tuvimos nuestra primera sorpresa, el hotel no acepta tarjetas de de crédito, y nuestro efectivo no cubría esta contingencia. Así, después de pagar la habitación por adelantado, no encontrábamos con una mano delante y otra detrás en medio de la selva. Como no es ni la segunda ni la tercera vez que nos pasa, una vez pasado el cabreo inicial, tocaba amoldarse a lo que teníamos. Tuvimos la idea de llamar a un amigo para que hiciera una transferencia al hotel y así poder recuperar parte de nuestro dinero. Esto nos permitió el lujo de comer tres veces al día, incluyendo una opípara cena consistente en Nestea en polvo y una especie de tortas duras hechas de trigo (creo) con las que yo me consolaba diciendo que era pan de lembas (Pan que fabrican los Elfos en el Señor de los anillos)




 Nos abastecíamos en un Sari Sari (pequeña tienda local que venden de todo) cerca del resort, cuyos precios se amoldaban a nuestra “saneada” economía. La tienda en cuestión era atendida, la mayoría de las veces, por una niña de no más de 12 años, que aprovechaba nuestras idas y venidas para intentar aprender español ¡Y las cogía al vuelo! Es una pena pensar que esa niña, seguramente, ni siquiera vaya al colegio. Abría a las 5 de la mañana y a las 11 de la noche todavía la veíamos allí. Una pena, y más si pensamos que esta es la norma mas que la excepción.



A la mañana siguiente me levanté muy pronto para ir al centro de buceo, no sería más de las 6 de la mañana cuando, completamente solo, comencé a andar por ese camino que hacía las veces de carretera. A ambos lados  se abría paso la majestuosa y densa selva. No llevaba ni 10 minutos caminando cuando me tope con una cabaña de madera en la que sus habitantes se dejaban la garganta cantando en un Karaoke. Desde luego es lo último que te esperas encontrar a las 6 de la mañana en medio de una agreste selva. Hace un año y medio me habría sorprendido de sobremanera, pero ahora simplemente di los buenos días, rechace cortésmente su invitación a unirme y seguí mi camino.



Por fin llegué al centro de buceo donde se organizaban los viajes en busca del tiburón ballena. Me apunté, pagué los 300 pesos que los extranjeros pagan por registrase, alquilé una gafas y aletas – no se pude bucear con bombonas – y escuché el interesante video acerca de los tiburones ballenas que ponen en la oficina de turismo. Donsol sorprende por lo organizado que tienen sus actividades turísticas, comparado con otras partes del país. Todo un ejemplo a seguir.



En los barcos pueden ir un máximo de 6 personas, a mi me toco un grupo de lo más variopinto, pero muy agradable: una joven pareja de estudiantes Finlandeses que llevaban 4 meses viajando por Asia, un intrépido aventurero inglés de 42 años que llevaba 6 meses viajando por el ancho mundo, y lo que le quedaba, y un húngaro de 32 años, completamente desfasado, que llevaba nada más y nada menos que dos años viajando de país en país por la ancha Asia. Parecía que el único que trabajaba era yo, lo cual me hizo sentir, y no es la primera vez, que en algún punto de mi vida tomé el camino equivocado.

Contábamos, además, con una tripulación de tres filipinos, uno se ocupaba del dirigir el barco, otro , encaramado en un mástil del barco, buscaba los tiburones y el último nos acompañaría en las inmersiones.

Pasamos la primera media hora en una absoluta tranquilidad. Sólo bastaría que después de todo no viéramos nada, pero se trataba de animales salvajes y por lo tanto nada garantizaba su encuentro. Pero justo entonces el encargado de avistar los tiburones grita “butanding”, “butanding”, nombre en tagalo del mayor pez que surca los mares. Todos listos, la adrenalina se acelera. Pasamos cerca del tiburón que justo en la superficie asomaba su famosa aleta. Pude contemplar al tiburón desde una perspectiva que nos hacía suponer que sobrepasaba fácilmente los 10 metros de longitud.





Por fin saltamos al agua, un agua cálida pero muy turbia, precisamente es el plancton que atrae a este tiburón el que enturbia el agua. Sólo se podía ver a unos pocos metros de distancia, sentía como aumentaba mi ritmo cardiaco, como mi respiración se hacía más intensa y profunda a cada brazada que me acercaba a aquel señor de los mares. De repente, de entre las sombras de aquel mar aparece una gigantesca boca abierta que se aproxima hacia mí. La sensación fue indescriptible, una mezcla de emoción y miedo. Me retiré torpemente del camino del tiburón, y vi como se iba alejando mientras intentábamos nadar a su lado. De repente dio dos rápidos coletazos y desapareció en las profundidades del abismo. Increíble.







No fue la única vez que tuve la oportunidad de ver a esta majestuosa criatura, hasta un total de 5 veces escuché eso de “butanding”, señal inequívoca de que nos teníamos que tirar al agua. Sin embargo, a diferencia de la primera vez, cuando llegábamos ya había más barcos y buceadores rodeando al tiburón, lo que dificultaba su seguimiento.






Fue en el último avistamiento donde pude disfrutar del encuentro más largo y cercano. Esta vez se trataba de una cría de no más de 5 metros, mucho más curiosa que sus antecesores. Con la ayuda de nuestro guía conseguí ponerme a la altura de la cabeza y comencé a bucear muy cerca de ella. Ahí comenzó un bonito baile, si yo me zambullía automáticamente el tiburón se alejaba, pero si era yo el que se quedaba atrás, entonces aminoraba el ritmo. En total estuvimos jugando más de 10 minutos, después, como en todas las demás ocasiones, desapareció sin dejar rastro.







El tiburón ballena es un ser increíble, un verdadero señor de los mares. Majestuoso en sus movimientos, respetuosos con los incómodos visitantes, con los que llega incluso a interactuar de una manera muy directa. Hasta hace bien poco este tiburón era frecuentemente perseguido en todo el mundo, las aletas eran vendidas a los restaurantes chinos, que lo consideran un manjar con propiedades afrodisiacas. Gracias a Dios, en Donsol se han dado cuenta que es mucho más rentable un tiburón vivo que uno muerto. Es por eso que esta zona de Filipinas se ha convertido en el verdadero hogar del tiburón ballena y en el mejor sitio del mundo para disfrutar del mayor pez del mundo.


Pero no acaba aquí nuestra aventura. Esa misma noche, cogimos una barcaza para cruzar el rio Donsol rumbo a los mundos de Avatar…



Continuará…

Mario Jiménez.

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