Esta entrada no tendrá título. No intentaré jugar con las palabras, ni adornaré con fotografías. Solo escribiré, intentándome desahogar gritando al viento, o más bien reprochando. Pues ni siquiera sé a quién reprochar, ni si quiera he encontrado un culpable. No soy capaz de encontrar una explicación a algo tan simple como que todo se acaba. También las personas.
Ni siquiera sé lo que siento o como lo siento. Pena, desconsuelo, miedo, rabia, ira… todo y nada a la vez. Había hablado con él unas pocas horas antes, no fue justo que nuestra última conversación fuera así, pero nunca hay justicia cuando la realidad te patea el estomago. Él parecía que se estaba despidiendo, como si fuera para siempre, solo que esta vez era de verdad. “Cuida de tu familia y cuídate mucho, hijo” fue lo último que le escuché antes de colgar. Ahora solo me queda un mensaje en el contestador, unas pocas fotos y sus películas del oeste favoritas. También recuerdo el último abrazo, en la puerta del parking. Deprisa, yo todo lo hago deprisa. Aunque mi lamento promete ser largo, se tomará su tiempo.
Recuerdo despertarme esa maldita mañana, apenas 12 horas después de aquella última conversación. Todo se volvió difuso, no podía comprender, no quería escuchar lo que me estaban diciendo. No podía ser, no puede ser. Las horas siguientes se envolvieron en una densa niebla. Probé y descubrí cuan mísero puede ser el ser humano, también descubrí que puede ser maravilloso. Mi familia me dio la fuerza que aun no he recobrado: mi tía María del Mar que hace tiempo se convirtió en mi ángel de la guarda particular, mi tío José y aquellos consejos que me dio, no solo cuando hablaba sino cuando callaba y me enseñaba que lo importante no se dice con palabras. Mi madre, que me ayudó en todo lo que pudo y en todo lo que la dejaron, mis primos Guillermo, Sergio y Laura, mi primo (más cerca de un hermano) Fernando, cuya mano siempre estaba en mi hombro para dejar bien claro a la soledad que no, no mientras él estuviera presente. A mi amigo Fran, como siempre acudiendo a taponar la herida justo cuando me empiezo a desangrar, mi amigo Ricardo que me enseñó que la amistad de verdad no sabe de calendarios. Y en especial a ella, a mi mujer, a Marisa. Cogió las riendas de un caballo desbocado, me llevo en volandas por tierras ponzoñosas sin importarle que el barro le llegara a la cintura. Se trago el orgullo, lo convirtió en coraje y creó un escudo a mi alrededor donde muchos dardos envenenados se fueron a estrellar. Gracias de corazón.
No sé qué creer o en que creer, pero en el fondo siento que algún día nos volveremos a encontrar. De pequeño siempre me imaginé el cielo como un salón, con una gran mesa donde todos nos volvemos a sentar a cenar. No falta nadie, y todos reímos las mismas gracias de siempre, y cenamos el mismo menú que en Navidad, y él volverá a quejarse, porque toca sopa de menudillo, y yo me reiré y me alegraré de que, por fin, todo es como siempre debió ser.
Mario Jiménez
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